Reglas

1.- Los prompts se publicaran cada domingo
2.- Cada historia deberá publicarse a más tardar a las 12:00 de la noche del viernes siguiente.
3.- Cada historia debe ser de un máximo de 750 palabras. (no incluido el título en su caso)
4.- Al aceptar el prompt, es necesario dejar un comentario en el mismo como compromiso de publicar la historia.
5.- Agregar a su post con la historia la etiqueta "cuento " y luego su nombre.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Los apócrifos de Doña Porfiria

Doña Porfiria Vázquez rara vez se dejaba ver, siempre o casi siempre permanecía en su casa del centro de ciudad, un viejo caserón decimonónico herencia de sus abuelos, si por alguna razón debía salir de su casa lo hacia siempre con una sevillana oscura que cubría buena parte de su rostro.

Me casé con su hijo por la insistencia de este, al paso de los años comencé a quererlo un poco, pero a su madre de tripas negras jamás.

Hijos no tuvimos, solo un par de gatos a los que doña Porfiria amaba como a sus nietos.
José era parco como su madre, austero como una escultura en sal.

Los domingos a media mañana después de la misa de nueve en el templo de san Lucas íbamos a desayunar a su casa, ahí sobre la mesa, huevos duros, frijoles refritos y una bastedad de guisados que ella misma se esmeraba en hacer.

Sentados en el comedor de amplios ventanales con vista al jardín, la infame mujer no paraba de recriminarme lo flaco que estaba su hijo, o la falta de nietos reales. Callaba un rato para darle un sorbo a su café y continuaba su sarta de irónicos insultos disfrazados de mustia cortesía.

Después del desayuno caminábamos por el jardín trasero, ella siempre del brazo de José, yo atrás como sombra indeseable.

Una hora antes de la comida nos retirábamos a nuestra casa, de estilo un poco más moderna a dos cuadras de la suya.

Así transcurrían los años de matrimonio, monótonos, desesperantes.

Una noche próxima a la Navidad el llamante sonó con hondos golpes angustiados, José se enfundó en la bata y bajó las escaleras de bronce. Alarmada, yo miré por el balcón y observé al criado de doña Porfiria, ellos al notar mi presencia miraron hacia el balcón. José con un gesto me indicó bajará con él.

Su rostro cenizo estaba angustiado, me apretó las manos y me pidió fuera a casa de su madre, pues estaba gravemente enferma, él en compañía del criado buscarían al doctor.

Cuado abrí la pesada puerta de roble de su habitación no pude ver nada, pero a medida que mis ojos se acostumbraban a la oscuridad vi su negra silueta en un ambiente aun más negro, ahí, sola, meciéndose en su silla estaba doña Porfiria.

Sabía que algo tramaba la perversa mujer de ojos de carbón encendido, solo ellos y el camafeo de su ropa brillaban en aquel nefando aire.

Sangraba de su brazo izquierdo, brazo aguado e hirsuto, la mordida de un perro, de un gato o un demonio, todo podía imaginarlo, todo de ella era posible.

-Acércate María, que no he de morderte, acércate maría que me estoy muriendo.

Yo sabía que no era verdad, su boca estuvo siempre seca, las ojeras cardenales nunca pudo ocultarlas, nada me hacía pensar que sus palabras eran verdaderas. Este era mi momento de venganza. Junto a su tocador estaba sentada una muñeca con una pequeña paloma de hule en las manos, la aparte con saña, descargando en ella todos los malos tratos y abrí el cajón principal, buscando una respuesta a esa comedía sin sentido.

Nada me hablaba de una oscura conspiración, no asesinato o brujería. Tan solo fotografías en sepia de su esposo y ella, de José de niño, joyas, un libro y más recuerdos.

No importaban sus memorias, yo sabía que algo oscuro planeaba, salí de la habitación y regresando con lámpara en mano iluminé todo a mi paso. Como un flash fotográfico el tocador, la cama, y las imágenes de los santos brillaron.

Tras un minuto de ceguera la siniestra Porfiria apareció al centro de la escena, con una serpiente a sus pies y la mirada perdida. Había muerto ya.

Nunca nada planeó en su vida contra mí, creo saber que su desprecio recaía en la perdida de su único hijo. Aun hoy, en mi vejez me siento culpable por dudar de ella en sus últimos momentos. Cuando me acerqué a ver su aceitunado rostro pude leer en sus fatales labios, como tatuado con el dedo de la muerte la siguiente frase:

“Ser prudentes como palomas, pero astutos como serpientes”